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homenaje a The Lizard King

uno viejo. de hace casi diez años. uno que decidiera subir desde el medio día.
el tiempo, la premura, los compromisos, no me dejaron llevar a cabo la tarea.
lo hago ahora.
es un cuento, tomado de mi libro de cuentos vampíricos, que editorial Lectorum publicara hace casi una década. esta es la portada:
y éste el cuento homenaje:

VERDE HOTEL
© 1999, Gerardo Horacio Porcayo

Años sin visitar aquel lugar, sin poder apartarlo de su mente.
Resultaba jodidamente extraño el simple recorrido; volver a aspirar el aroma a flores podridas, a muerte añeja; el ambiente cargado de ambigüedad: festejos y dolor a un tiempo. Volver a sentir las lápidas frías, escuchar el rumor de gusanos royendo lentamente el interior de huéspedes recientes.
Más extraño aún, el reconocer el camino laberíntico, casi sin pensarlo, sin consultar los múltiples graffitis que manchaban epitafios, revoques relucientes en mausoleos estrafalarios y presuntuosos.
Cierto, bastaba con seguir los sonidos de festejo, los cantos deformados por la arquitectura dedálica del cementerio.
Pero era otra cosa. Un imán para sus entrañas, para sus recuerdos, que de pronto parecían agolparse a la puerta del consciente.
Flashazos, nostalgia desatada. Un hueco en el pecho que ya no podía llenar. No de la misma manera. Jamás de modo parecido.
Había cambiado. Fue su decisión... Era la simple añoranza de otras costumbres, de otra etapa de su vida.
Una de tantas, como la niñez, la adolescencia...
Su vida, sonrió, sin dejar de caminar. Dos policías le salieron al paso, lo examinaron con una rápida ojeada, sin prestar mayor atención.
La fogata daba movilidad a las sombras, retorcía aún más los paredones de aquella oscura necrópolis, aclarando la ruta, asiéndose a los cristales de un par de ventanas ojivales, ojos góticos que parecían observar de soslayo el desarrollo de la velada.
Que habrían presenciado otras como esta, a lo largo de casi tres décadas.
Tanto tiempo, pensó. Y tan poco a la vez.
Sólo tres pares de ojos buscaron su identidad, el posible peligro que representaba esa súbita llegada. Los demás permanecieron impasibles, concentrados en su especial celebración. Un par de jeringas circulando, un par de cervezas y botellas de ginebra Beefeater. Dos chavas moviéndose al ritmo de una guitarra destartalada, pero bien pulsada.
Catorce chavos en total. Un sahumerio ayudando a elevar la plegaria de un cuarteto, vestido a la usanza india, ante el cubo de cemento que ya no ostentaba un busto conmemorativo. Sólo más graffiti, flores arrebatadas a otras tumbas. Colgajos y milagros de bronce, adheridos con plastilina epóxica.
Y él no llevaba ninguna ofrenda. Lo descubrió casi de inmediato. Rebuscó en los bolsillos de su amplia gabardina negra, hasta encontrar la raída edición de Aldous Huxley. La depositó con cierta diversión sobre la lápida.
—Bienvenido —dijo uno de los chavos de atuendo hippie, ofreciéndole la botella de ginebra.
Se concentró en el tacto del cristal caliente y sudado, en el aroma que penetraba con fuerza por sus fosas nasales.
—Sea —dijo y dio un breve sorbo. El sabor saturó sus papilas gustativas, ardió su lengua y encías. Luchó, para tragar aquel líquido que parecía corroer su carne. Y devolvió la botella con manos temblorosas—. Gracias —consiguió decir.
El alcohol sacudió su cerebro, como un estallido. Los efectos recorrieron hipertrofiados la totalidad de su anatomía. Se tambaleó, mareado, con una diversión que punzaba en el cerebelo.
—Cuánto tiempo —exclamó, tratando de disfrutar las sensaciones, obligándose a ignorar la desorientación, el malestar que crecía.
Por eso no la percibió antes. Ni su olor, ni la fría aura de su presencia. Primero fueron las palabras, la tonalidad que arrancó resentimientos de su destapiado subconsciente.
—El suficiente... y aún no lo quieres entender —dijo la mujer, apareciendo de improviso, sin abandonar las sombras, tomándolo del brazo, obligándolo a dejar el festejo.
Los mausoleos parecieron curvarse sobre él mientras recorrían el camino hacia la salida. Un breve túnel oscuro parecía cerrarse sobre sus ojos. Las imágenes que alcanzaba a percibir eran un collage de borrones y recuerdos.
One morning he awoke in a green hotel, with a strange creature groaning beside him —entonó su voz antigua, cerebro adentro. Y una profunda repulsión lo hizo desasirse del apretón de la mujer.
Cayó sobre el montículo de una tumba recién abierta. Olor a moho y humedad. Sensación de podredumbre bajo sus uñas. Imán y repulsor a un tiempo. Polos extraviados.
—No empieces con lo mismo —advirtió la mujer, obligándolo a incorporarse. A continuar la marcha.
Atravesaron el amplio portal.
Entonces cedió al dolor.
Vomitó, sintiendo que su estómago se contraía hasta anular las paredes internas. Se colapsaba hasta hacerse nada.
Litros virtuales. Un ininterrumpido flujo de gotas de sangre.
—No me extrañan tus conductas suicidas, pero al menos deberías evitar exhibirte... por los demás... Ya una vez te reconoció el velador...
Hizo un gesto exasperado con la mano derecha, mientras reasumía la postura erguida. El sopor alcohólico diluyéndose con celeridad. Su mente a marchas forzadas, obligó a sus ojos a buscar un punto de referencia para suplir las lagunas.
Reconoció el par de columnas blancas que custodiaban el umbral. Los medallones de altorelieve en su remate circular.
—Père Lachaise —masculló.
—Sí —confirmó la mujer—, has regresado a París... y como siempre, de la peor forma posible.

* * *

Ciudad de luces, de amores idealizados, casi inminentes.
Ciudad de poetas. Baudelaire, Rimbaud... Tantos... Tanto mito para tan poca ciudad.
Tantas mujeres para seguir acompañado por esa de vestidos largos y verdes, que caminaba a su costado, en el nuevo reconocimiento, en esa mirada hambrienta que buscaba indicios del pasado... Otra ruta, otro resquicio para ampliarlo a puerta.
Y no. Ahora sólo podía rememorar el primer encuentro. Lo repulsivo de su presencia pese al gran umbral que le había mostrado e insistido en atravesar.
El tiempo de sus recuerdos era un collage infinito, sin referencia a los autores originales. A las fechas en que todo ocurriera. O empezara a ocurrir.
Se había prometido no volver. No recordar con más estremecimiento el latir gemelo de su compañera cósmica. No visitar los lugares donde la dejó escapar, fragmento a fragmento... Hasta perderla irremediablemente.
Otra promesa que rompía. Una más de una larga lista.
—No exageres, esto no es tan coartante como lo que tenías antes —argumentó Ashen, cerrando el amplio vuelo de su capa sobre sus pechos.
Verde, todo era verde en ella. Hasta sus percepciones. Quizá se debía a su corta edad. Sus perpetuos dieciséis. A su excesivamente agraciado rostro, a su corte de pelo que no aceptaba demasiadas variables. Jamás tan largo como el de Pamela.
Un rostro que resaltó en un concierto, en alguna parte de Norteamérica. Y luego fraguó su propio altar, trocando a inspiración. Tema ineludible.
You make me throw away mistaken misery, make me free love. Make me free —cantó—. Y lo creí durante mucho tiempo... Pero no era cierto. La libertad es otra cosa...
—Por favor —masculló Ashen, sin detener sus pasos.

* * *

Notre Dame. Catedral de arquitectura soberbia, testigo del genio cobijándose en su sombra. Creando a partir de ella, o, simplemente, proporcionando reposo, solaz para las mentes urgidas de trascendencia.
Él ya no pertenecía a esa categoría. No interiormente.
Ahora sobraba esa aspiración. Resultaba paradójica. Testigo, antes que protagonista. Sombra, en lugar de Ser.
Cortázar quizá se sentó en el mismo lugar que ahora él ocupaba. Y, seguro, sus compañeros eran más interesantes que los que abarrotaban su mesa.
Quizá el mismo Rimbaud hubiera tenido una reunión similar en ese sitio. Un aura de complacencia gravitó sobre sus ánimos.
—Ya está todo preparado. Se los advertí, no necesitaban venir —reprochó Gonzalo—. El traslado ha sido autorizado. Ni siquiera sospecharon, estaban demasiado preocupados queriendo librarse de él, que no necesitamos usar demasiados trucos.
—Todos hemos sentido una nostalgia parecida cuando se trata de esto —afirmó Maurice—. Yo no lo culpo, sólo exijo a Ashen una mayor precaución...
La mujer torció la sonrisa.
—El niño me lleva al menos once años de diferencia cronológica natural, creo que ya puede cuidar de sí mismo —respondió, dejando fluir toda su ironía.
—¿Saben que es lo más interesante?... —aventuró él— Ser tratado como si no existiera. Como si fuera menos fantasmal de lo que ustedes son —el mesero llegó en esos momento. Depositó una copa repleta de vino tinto.
Los ojos de los cuatro congregados saltaron, en plena censura.
No les dio tiempo alguno. Empinó la copa, hasta agotarla. El mesero apenas había recorrido dos mesas de distancia.
—Imbécil —masculló Gonzalo, el más viejo del grupo.
Su cerebro entrando en espiral. Vorágine de sentidos. Excesiva, apropiada.
—Yo quiero todo —afirmó él—. El mundo ya no me basta.
—No vamos a tolerar más insubordinaciones —aseguró Maurice, mientras el interpelado se sublimaba en carcajadas.

* * *

No era mentira.
Había despertado una mañana, al lado de una Ashen gruñente en el profundo letargo de su condición.
Sus ropas verdes. Su piel verde, corriendo hacia la corrupción total.
Y la movió, se esforzó en hacer que su consciencia resurgiera del sopor agónico.
—Necesito sombra... Tu sótano —musitó ella, como cautiva de un sueño cíclico y asfixiante.
Pero estaban en un hotel y la piel de Ashen empezaba a humear.
La cargó entre sus brazos, sintiendo repulsión por la carne licuada, que le escurría por los brazos mientras intentaba esconderla en el clóset de aquel incipiente hotel.
Arrancó ganchos, cajones, hasta refugiarla efectivamente.
Su corazón no se tranquilizó hasta entrada la nueva tarde y agotadas dos botellas de ginebra.
Quizá por eso no fue desorientador el renacimiento de Ashen. Su despertar.
Quizá.
Era una buena teoría... pero dejaba atrás la verdad.
Su estúpida verdad.
No se había equivocado.
Ella era una puerta. A un infierno, terrible y dulce a un tiempo.

* * *

Otra vez el viejo juego de ganarle al sol. Anular la madrugada con el puro ímpetu de su corazón.
No bastaba. No ahora.
Nunca.
Palabra terrible, que había tratado de exiliar definitivamente de su vocabulario.
Inútil.
Había cosas incautivables. Y le gustaba pensar que él era una de ellas. Que podía lograrlo todo, menos corregir el curso de los astros.
El tiempo... ese ahora poseía otros matices, una materia moldeable gracias a la oscura herencia de Ashen. A su propia premura en descubrir otras realidades, otras formas de vida...
«Más intelectuales», había deseado. Y su nueva dinámica tenía más rasgos de animalidad de lo que creyó posible.
El hambre, apabullando éxtasis, determinaciones. La noche, como frontera total.
O casi. Ya sus mayores habían demostrado una cierta resistencia a las emisiones solares. También un ciclaje, una consciencia estrecha generada por su inmutabilidad.
Ahora estaba tratando de huir de ello. Otra vez.
Le asqueaba el solo pensamiento de considerar a su rebeldía una costumbre. Tan deleznable como las tradiciones sociales. Tan podrida como las reglas de la urbanidad, que no evolucionaban a la par que las nuevas generaciones.
Necesitaba otros ímpetus. Algo que lo cargara de energías. Algo tan definitivo como lo parecía aún el concierto en Dallas...
Tan cerca de la meta. Tan temeroso del umbral que se abrió al día siguiente en Nueva Orléans.
Su último concierto.
El momento definitivo: Ashen apareció con la noche. Un ultimátum por saludo.
—Pensé que tus letras eran sinceras —acusó, sentada en la barra, sin quitarle la mirada de sus pupilas, el blues saturando el ambiente. Vibración melancólica, negra, pegándose a los huesos, corroyendo sentires—. Que hay de «cancela mi suscripción a la resurrección». ¿Nada más sonaba bien?
Podía haberse escudado en la autoría múltiple. En la cooperación grupal en esa particular rola.
—Estoy contigo —dijo, humillado en su fuero interno.
Lo cierto fueron las copas acumuladas, los temblores que le impidieron cantar como lo demandaba su anterior actuación. Como lo demandaba su integridad.
Lo cierto fue que perdió energías, valor frente al atestado auditorio de Nueva Orléans, aún sin distinguir a Ashen, sin estar seguro de su presencia.
Un desastre. Arremetió contra los espectadores, volcando sus propias frustraciones, el miedo a atravesar aquella puerta.
Lo cierto, también, fue su huida a París. Sus pretextos con respecto a los libros de poesía que estaba escribiendo.
Pretextos válidos, pero al fin y al cabo, pretextos.
Nada sería igual, tras atravesar aquel umbral.
Ni siquiera Pamela. Ella pagaría parte del boleto a su nueva existencia. Perder para ganar.
Olvidar lo inolvidable.
—No volverás a ver a Pamela, a ninguno de tus amigos. No califican para la transformación —puntualizó Ashen desde el principio.
Por eso había tardado en dar el paso definitivo, hasta estar seguro de poder cumplir los contratos.
Y ahora se arrepentía, a la sombra de una gárgola de Notre Dame, con el sol prometiendo su pronto arribo. La temperatura ascendiendo. Y las lágrimas que fluían, sin posible censura.
—Te me vas, Pam. Cada vez más lejos. En pocas horas, tus últimos esfuerzos se perderán —declaró, sin teatralidad. Su sentimiento aflorando con pureza.
Un breve charco a sus pies. Microscópico, diminuto. Sanguíneo. Que nunca sería registrado.
Ofrenda fugaz por un amor lejano. Muerto e inmortal a un tiempo.

* * *

No pudo sumergirse en el vacío de mundo e imágenes. En el sueño.
Recordaba la última noche.
El plazo agotándose mientras disfrutaba la cena ofrecida por Agnes Varda y Jacques Demy.
Ni siquiera pudo recordar si besó a Pam, por última vez, mientras le aseguraba su asistencia al cine para ver Pursued, para observar el desenvolvimiento histriónico de Robert Mitchum.
Sólo estaba la angustia, el miedo. El ansia de probar aquella entrada al otro mundo. Al interregno definitivo.
Caminó, buscando alcanzar el Rock & Roll Circus.
Ella apareció antes. Su semblante duro. La promesa de venganza anticipada en su pupilas.
—No pretenderás que todo pase aquí, a plena calle, Ashen —dijo, queriendo ganar tiempo.
La respuesta fue una sonrisa. Las copas en el Circus, la noche perdida entre calles y risas. Y los labios de Ashen, palpitantes, hambrientos, cerrándose sobre su cuello. Sus dientes hundiéndose en su yugular.
Después, el despertar agitado, en la tina. El agua chapoteando con su brusco despertar. Su angustiosa muerte parcial.
Las lágrimas de Pamela, su voz entrecortada.
—¿Qué te hicieron? —suplica reiterativa, más que exigencia.
Y la barba ausente, los vellos flotando convincentemente en el agua, junto con manchas púrpuras. Islotes de vida que desaparece. Los recuerdos de la transformación perdidos en el malestar de la no vida que afianzaba sus territorios en todo su ser, mientras vomitaba grasa, sangre... Los lazos últimos de su humanidad.
—Vete, lárgate —dijo a Pamela, sin poder hacer más, incapaz de frenar el torrente de su boca.
Sin poder explicar nada más. Pamela no se apartó de su lado. Corroboró hasta el más mínimo detalle su mutación.
—Por eso te dejaste morir, Pam —dijo, exigiendo mayor dominio a las tinieblas—, no soportaste mi nueva naturaleza. Esta sombría existencia.

* * *

Cuestión de minutos. Oscar Wilde, Víctor Hugo, Chopin, Moliére... ataúdes, criptas que se alejarían de la suya.
Polvo virtual que se disgrega. Se esparce por el globo terráqueo.
Exhumación manejada por debajo del agua, sin escándalos, con la mejor estrategia detrás, para evitar la prensa.
Festejo prohibido. Doce fanáticos, visitantes de su tumba, los únicos testigos externos. Tres autoridades y dos empleados de los servicios funerarios, presencia obligada.
Admiró la excavación, el nulo intento de las autoridades por corroborar la presencia de su cadáver en ese féretro enmohecido. Sellado, como lo dispusiera Pamela desde el principio.
Una guitarra inició los acordes de The End a manera de despedida.
Dos sepultureros cargaron el ataúd hasta la carroza.
Gonzalo, Maurice y Ashen parecieron suspirar, cuando las puertas de la Silohuette negra se cerraron.
—¿Y a dónde lo van a enterrar ahora? —inquirió uno de los visitantes. Un joven de pantalones estragados y cabellera rasta.
—En Los Ángeles, en dos días, sólo tienes que estar pendiente de los periódicos —aseguró Gonzalo, procurando deshacerse de esa pequeña molestia, salvar la distancia hasta el Volvo rentado—. Nos vamos —ofreció, pretendiendo custodiar el tránsito de la carroza hasta el buque.
—No, gracias —dijo él, observando los escombros de la derruida cripta. Trozos de concreto, cubo estragado, reverenciado, vuelto recuerdo, como él.
—Después los alcanzo —aseguró Ashen.
—No hace falta, este es nuestro último encuentro, Ashen, al menos por un rato...
Los motores cobrando vida. El acelerador del Volvo, una llamada insistente hacia Ashen.
—Nunca me lo perdonarás, ¿no es así? —dijo ella.
—Difícil. Me retuviste a tu lado más de dos décadas, tratando de enseñarme los códigos, de hacerme entender leyes que me parecen tan abominables como las humanas... Me alejaste de Pam, porque me querías sólo para ti, no porque ella fuera un peligro para nuestra raza. Yo soy ese peligro y voy a actuar en consecuencia. Con esto se rompe el último eslabón. Ya llegó el tiempo de seguir buscando puertas, otras salidas, Ashen...
—Como quieras —concedió ella, sin atreverse a besarlo, sin conseguir ocultar sus locas ansias de dar ese último, mítico beso de despedida—. ¿A dónde irás?
—África es la primera parada, ya lo sabes —dijo, mirando su lento, cansado avance hacia el Volvo. La carroza fúnebre aún rodeada por los doce fieles seguidores de su otra vida—. Quizás en nuestro siguiente encuentro, las cosas vayan mejor entre nosotros.
—Sí, tal vez en la otra vida...
Los autos iniciaron su peregrinación, sin perder a la azorada comitiva.
«La otra vida», meditó él, mientras veía alejarse a su falso e inexistente cadáver. Ese que sus compañeros se encargarían de perder en el trayecto a Norteamérica, ese que, seguramente, durante varias semanas ocuparía a los periódicos, escandalizaría a la comunidad artística y reavivaría su mito.
Ese falso cadáver que en dos años más, las autoridades habrían exhumado y reubicado... Quizás develando el vacío del ataúd, poniendo en riesgo su escape. Su nueva vida fuera de la vida.
Su condición actual de no-muerto.
—Ha llegado tu momento, Mr. Mojo Risin —se dijo, sintiendo ya la liberación, el amplio horizonte que se extendía ante sus ojos. Al fin libre. Libre de toda atadura.
—Adiós, Jim Morrison —gritaron al unísono los doce chavos y él giró, un tanto temeroso, sólo para corroborar que era a la carroza a quien despedían.
Y rió. Con todas sus fuerzas.
Aún había tiempo, territorios por recorrer hasta encontrar otro ascenso.
Otra forma de vida, como seguramente Rimbaud lo hiciera.
Hasta tener el mundo en sus manos. Hasta agotarlo.
Hasta ser otra vez, sólo él.

Quiero escuchar el último poema
del último poeta.
James Douglas Morrison


ojalá lo hayan disfrutado. este trabajo cerraba esa compilación de mis cuentos dedicados al vampirismo.
c ya soon, u people behind the screen.

Comentarios

Cobayo dijo…
Señor, ni más ni menos que "Sombras sin tiempo" aparece en el catálogo de libros del facebook. ¡Ya lo agregué entre mis favoritos!

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